dimecres, 13 de febrer del 2008

Una vecina muy pertinaz.



Cada vez que me encontraba en el rellano de la escalera con aquel personaje como sacado de una obra de Poe, mi mente, sin mandato alguno, ya iba preparando la excusa, que me salvara del fatal encuentro.

No es por crueldad que yo huía, como si del diablo se tratara de aquella mujer. Al principio, su rostro amable, la aureola de cabellos blancos que adornaban su cabeza, esa debilidad producida por los muchos años que tenía y la mirada tan azul que me dirigía cada vez que me encontraba con ella hacía que me enterneciera y recordara a mi abuela, hacía unos años muerta.

Nuestro primer encuentro, casual, o al menos eso creía yo, fue rápido. Yo salía como una exhalación de la puerta de mi casa para ir a trabajar y allí estaba ella. Me preguntó si era la nueva vecina, le dije que si. Me disculpe. Sentía no poder detenerme, pues llegaba tarde a una reunión. Me invitó ir a su casa. Podríamos tomar un café y presentarnos como Dios manda. Ella vivía sola y me estaría muy agradecida si pasaba un ratito a verla. Le dije que si. Que pasaría. En ese momento lo único que deseaba era largarme pues ya llegaba tarde a mi cita.

A la mañana siguiente, aún con el pelo mojado, salí dando un fuerte golpe a la puerta. Al volverme para bajar las escaleras, por poco me muero del susto. Allí, de pie, en la oscuridad del rellano estaba la anciana. Al verme se dirigió hacia a mi sonriendo.

La saludé lo más amablemente que pude permitirme, encajándome la mandíbula que se me había aflojado con el susto y huí, sin más. Mientras bajaba volando por las escaleras, volví la cara, un segundo, sintiéndome en parte culpable por mi mala educación, pero la mujer ya había desaparecido. Me sorprendió la rapidez de movimientos en una persona de tanta edad; dos segundos más tarde, mi preocupación era llegar entera al despacho.

Pasó el día volando. Como todos en la agencia de Publicidad, yo andaba inmersa en el barullo y la preocupación de que mi jefe se diera cuenta de lo mucho que trabajaba y soñaba con el ascenso que esperaba merecer: Mis únicos pensamientos se distraían con los aplausos y esos nuevos trajes de Armani que me estaban esperando. Porque me estaban esperando a mí, de eso no había ninguna duda.

Regresé a mi casa agotada. Después de una compra rápida en el supermercado de la esquina, lo único que ansiaba era tomar un baño relajante con mucha espuma y la compañía de un DVD sonando en mi nueva cadena de música. Suspiré mientras esperaba que el ascensor colaborara como un Hermes del siglo XXI con mis deseos. Por fin se abrió la puerta, avancé y como una exhalación me metí en el ascensor. Un grito salió de mi garganta que sonó en toda la ciudad y, paralizó, estoy segura, el tráfico: dentro en una esquina del pequeño y mal iluminado recinto, agazapada, esperando a su presa, es decir, yo, estaba la sombra negra de mi vecina.

No lo dudé ni un momento. Salí todo lo rápida que pude, subiendo corriendo las escaleras para refugiarme en mi casa; lo último que vi al cerrarse la puerta del ascensor fue el reflejo, en el espejo, de una sonrisa .
Agotada, sudada y muerta de miedo logré llegar hasta el tercero. Mientras recuperaba el aliento, mis manos buceaban en el fondo inacabable de mi bolso buscando las llaves, que, traviesas como pececillos, se me escurrían de los dedos temblorosos, que intentaban atraparlas. Por fin, el frío metal cedió al yunque de mi tenacidad. Ya eran mías. Con firmeza dirigí la llave a la cerradura. El frío contacto de una mano sobre mi hombro me hizo dar un brinco. El sonido de las llaves bajando las escaleras, acompañó como música de fondo la letanía de improperios que de mi boca salieron.

Furiosa, me volví para decirle a aquella, a aquella mujer, que me dejara en paz. La pared solitaria me devolvió a la realidad. Allí no había nadie.

Estaba claro que aquella situación no podía continuar ni un día más, así que decidí, poner a aquella anciana en su sitio y a pedirle que me dejara en paz, que no me persiguiera porque, no me apetecía tomar café, ni té, ni nada, con ella. Que era una pesada y que se había convertido en la peor de mis pesadillas. A estas alturas yo ya había bajado dos pisos (ella vivía en el primero, según me dijo cuando nos conocimos) y mi humor se iba agriando a medida que se alejaba la promesa de un beneficioso y sedante baño.

Pulsé el timbre enérgicamente y sin piedad. Pasaron unos minutos. Unos pasos débiles se fueron acercando. Una débil luz, proveniente de una lamparilla moribunda me dejó ver, al abrirse la puerta, a la dueña de la casa. No era desde luego una anciana. Era una mujer de unos 50 años, delgada y morena, con una mirada triste y un gato desdeñoso, entre sus brazos.

Al momento me hizo pasar. Sabía, por su madre, que yo era la nueva vecina. La seguí a lo largo de un pasillo oscuro hasta llegar a una salita. Me hizo sentar en un sofá centenario y dijo que esperara un momento, mientras soltaba al gato que se sentó frente a mi, en otro sofá, vigilando todos mis movimientos.

Sentada en el borde del sofá, sin ánimo a respirar por temor a incordiar al felino, paseé lentamente mi mirada por la desolada habitación. Las ajadas cortinas cubrían las ventanas, sellándolas totalmente a cualquier mirada indiscreta. Dos sofás muy viejos, hacían juego con una deshilachada alfombra de indescifrables dibujos; encima de una mesita baja lucían los marcos de plata con el retrato de muchos familiares, sin duda, de la dueña de la casa. Atrajo mi atención la fotografía de una mujer que reconocí al momento, era la anciana que, día tras día, me encontraba.

Observé al gato, afortunadamente, el aburrimiento había podido con él y se había dormido, aunque el rabo se movía obstinadamente de un lado a otro. Cogí el retrato que había llamado mi atención para mirarlo más de cerca. En ese mismo instante hizo su aparición la dueña de la casa. Se me quedó mirando de una forma extraña y acercándose a mi y señalando el marco que aún yo conservaba entre mi manos me dijo: Es mamá. La pobre, hace años que murió. Ese es su último retrato, se la hice momentos antes de enterrarla...

Estaba claro, esa noche, no habría baño de espuma relajante.



-Mary Carmen Briones-